Lucía tenía buenos recuerdos de su infancia, pero ninguno de ellos incluían un momento con sus papás sobrios. Y después de unas cuantas píldoras y un par de botellas cada uno, se convertían en el alma de la fiesta, o, mejor dicho, de la sesión de estudio con sus compañeros del colegio. Y todos sabían que si se portaban bien (también conocido como: «No andar de chismoso»), te dejaban participar en la diversión.
«¡Tus papás son lo mejor! Quisiera que mis papás fueran tan cool como los tuyos.» A los 16 años, cualquier persona que te ofrezca éxtasis y te deje ver las de Saw en un lujoso sofá de terciopelo es la persona más cool del mundo.
Pero para Lucía esas noches significaban lidiar con la cruda de sus papás al día siguiente. Su mal humor y mantenimiento, como la mecánica de dos coches usados, viejos y bombos; igual nivel de riesgo y responsabilidad. Sin embargo, también aprovechaba los beneficios, como la invitación perpetua a cada fiesta de sus compañeros, y el acceso que eso le daba a Sebas, la única persona que hacía que los más amargos días de Lucía fueran algo tolerables.
–¿Por qué soy la única persona en esta escuela que no ha ido a tu casa? Mis papás creen que si nos vamos a seguir viendo es importante que conozcan a tus papás formalmente. Lo cierto es que, han escuchado…cosas.
–Sebas, ya te dije que es imposible. Tus papás jamás entenderían mi situación familiar, y si los míos se enteran que estamos saliendo, me matan.
Sebastián Larrea González venía de una familia de la misma clase social y religión que la de Lucía, así como la mayoría de los que les alcanzaba para mandar a sus hijos a ese instituto privado que era San Miguel Arcángel, pero con valores y tradiciones familiares un poco, digamos…diferentes a los de la familia de Lucía. Sebas era el hombre ideal en sus ojos; era capaz de balancear sus obligaciones académicas, familiares, sociales y hasta deportivas increíblemente bien para un muchacho de 16, y a ella se le hacía sorprendente que aún y con su agenda tan apretada hiciera tanto tiempo para pasarla juntos, y que hasta se tomara el tiempo de traerle flores y sus chocolates favoritos de esa dulcería y panadería francesa cerca del colegio, Ficelle.
«Algún día viviremos en Paris y podrás abrir tu propia pastelería como siempre has soñado. Viviremos en un depa con una terraza enorme, adoptaremos a un perrito, y saldremos a caminar todas las noches después de cenar.» A Lucía le encantaba cuando Sebas hablaba así. Un futuro con él sería el futuro perfecto, la vida que siempre anheló; su propia familia, un hogar y espacio para vivir su vida bajo sus términos.
Lucía es la hija de Sofía Esposito y Mateo Bustamante, ambos de familias extremadamente católicas en México, y asquerosamente ricas e intocables. Hacer lo que se les entra en gana sin pensar en las consecuencias es la especialidad de S y M, y lo han hecho desde los 6 años cuando se conocieron en primero de primaria, y juraron ser un terror para esta sociedad juntos por la eternidad. De infinitas expulsiones de los varios colegios a los que ambos asistieron, a problemas de contrabando, tráfico de drogas, el consumo de ellas, y adicción, las vidas de los papás de Sofía y Mateo nunca fueron fáciles. Todo el dinero del mundo y devoción a la iglesia no les bastó para acercarse más a Dios; tuvieron que vivir con la deshonra que sus hijos habían traído a la familia hasta el día de su muerte. Los papás de Sofía, Carmen y Alejandro, fallecieron el mismo año que los papás de Mateo, Leticia y Santiago, 11 años antes de que Lucía naciera, y se desconoce la causa de su muerte. Lucía no recuerda haber escuchado de sus abuelos hasta recientemente hace como dos años en una reunión familiar.
A pesar de sus problemas con el whiskey y el oxi, las reglas de sus padres llegaban a ser tan estrictas como cualquier otro hogar tradicional de los años cincuenta (pero en 2007), y tan injustas y machistas como cualquier otra familia donde el clasismo y narcisismo perdura. Lucía no tenía permiso de salir con nadie, pero podía tener invitados dos veces por semana. Las escapadas a esas fiestas de sus compañeros del colegio y sus momentos con Sebas eran los únicos instantes en su vida en los que se sentía realmente libre, pues en casa tenía el turno perpetuo de cuidar de dos enfermos mentales, quiénes le recordaban constantemente, a veces con violencia física, de sus «obligaciones», pues fue Lucía quien tomó la decisión de existir en este universo tan jodido, no la ausencia de un condón.
El miedo y odio que Lucía sentía hacia sus padres se intensificaba cada día. La gota que derramó el vaso fue esa noche. La noche que finalmente decidió presentarles a Sebas.
Sebas llegó a la residencia de los Bustamente Esposito con un ramo de flores para Sofía y una botella de Elijah Craig para Mateo.
–Ah, mira, por lo menos tiene buen gusto el muchacho,–dijo Mateo con desdén. –¿Qué te ofrezco, mijito?– le pregunta a Sebas acercándose al carrito de bar lleno de llamativas y finas botellas y cristalería elegante.
–Solo agua mineral, gracias.– Responde Sebas cordialmente en lo que se sienta al lado de Lucía en la sala. Sofía solo observaba del otro lado de la mesa de centro, con esa cara de desprecio que no pudo ocultar ni el día de su boda. El botox había absorbido cada expresión facial menos esa.
–Me dice mi hija que estás interesado en una carrera en educación en vez de medicina como tu papá y sus hermanos. ¿Es cierto?
–Así es. Me interesa la historia y literatura; estoy pensando en hacer ambas mis especialidades.
–Un sueño muy noble, e inútil.
–Papá, ¿crees que puedas actuar de manera civilizada por primera vez en tu vida?– Lucía se levantó indignada.
—Siéntate, ridícula.--dijo Mateo riéndose y burlándose de su hija, dirigiendo su mirada a Sebastián.–A ver pues, ¿qué chingados piensas hacer con una licenciatura en educación? Quiero acordarme de algo útil que haya aprendido en alguno de los 13 institutos a los que fui, 2 de ellos internados militares, ¿y ya ves? Ninguno de ellos me pudo quitar esta sed.
—Además –Interrumpió Sofía con su martini al que solo le quedaba una aceituna con una gota encima–¿Qué clase de vida piensas darle a nuestra hija con un sueldo de maestro? ¿O piensas vivir de tu herencia por el resto de tu vida?
—Mamá, por favor. Ni siquiera hemos empezado a pensar en eso, y me estás avergonzando.
El resto de la noche consistió en conversaciones similares. Sofía y Mateo continuaron pasándosela a todo dar, haciendo comentarios sarcásticos y mamones hacia Sebas, quien inteligentemente decidió no ser una parte activa en la conversación.
Al concluir aquel espectáculo, en cuanto ambos escucharon los ronquidos de los papás de Lucía arriba en su habitación, decidieron salir a caminar.
—¿Ahora entiendes por qué me tomó tanto tiempo? Y esta fue una noche de buena conducta.–Dijo Lucía con la cabeza agachada y lagrimas en sus mejillas.
—No te preocupes, Lucía, recuerda que en unos dos años más podrás salirte de ahí.
–A veces siento que encontrarán la manera de encerrarme en esa casa por el resto de mis días, y usarme como una de sus sirvientes. Me han aislado de todos; familia, amigos. Estoy convencida de que ese es su plan. Después de todo, me necesitan. No consiguen mantener ni a una empleada doméstica por más de una semana.–Lucía comenzó a hiperventilarse.
–Respira, Lucía, respira.
Al regresar de su caminata, lo primero que encontraron en la entrada principal fue el coche de Sebas con todo el vidrio roto. Sebas rápidamente empieza a quitar pedazos de vidrio del asiento del conductor y busca algo en un compartimiento dentro del vehículo, hasta sacar una pistola.
—Es ahora o nunca.–dijo Sebas firmemente dirigiéndose a Lucía.
Sebas tomó a Lucía de la mano y juntos entraron a la casa para encontrar a Sofía y Mateo enrollados en una silla, y ahí Sebas le disparó a los padres de Lucía cuatro veces hasta matarlos a ambos.
—¡Sebas!–llora Lucía,–¡Sebas! ¡¿Qué has hecho?!
Lucía corre hacia el teléfono y llama a las autoridades, pero al colgar Sebas había desaparecido.
Se llevó a cabo una breve investigación, pero a nadie le importaban lo suficiente las vidas de esos dos imbéciles privilegiados como para llevarla hasta el final. Sebas y su familia se habían marchado para siempre, pero por lo menos Lucía era libre.
—Aún no puedo creer que se haya marchado solo así, sin decir adiós.–Lucía le contaba a su nueva amiga, Ana, quien había conocido una tarde cenando sola en un café.
—Todo pasa por una razón. Mira el lado positivo; ¡empiezas tu carrera en artes culinarias en menos de una semana en tu ciudad preferida! Toma, no te olvides de empacar esta boina que combina tan bien con tus ojos.
Lucía pensó que Ana tenía razón como siempre; era como si tuviera la capacidad de explorar su alma tan intimamente para siempre saber qué decir cuando más lo necesitaba. Desafortunadamente, ahí en su habitación, entre maletas y cajas, Lucía debía tomar una decisión más; la decisión de traer a Ana con ella, o, realmente conseguir ese nuevo comienzo sin ataduras a la vida tan jodida que había vivido hasta ahora. La decisión era de ella, una vez más.


Deja un comentario