Es fácil acostumbrarse a los achaques; la vida duele y el cuerpo no pierde la cuenta. Algo que el estrés, los vicios, antrear, el sexo y tus pasatiempos tienen en común es que todos te ocasionan dolor de espalda. Pero si no fuera por los achaques de la vida diaria, no podría apreciar los días en los que mi espalda no me está matando, en los que mi cabeza no está por explotar, y en los que puedo hacer todo lo que quiero hacer sin dificultad. Mientras esos días sean los más comunes, con eso me conformo, y sé que es mucho pedir. Aceptar las inevitables altas y bajas de la vida es clave para no perder la cabeza. Confiar en el inevitable hecho que todo pasa, que todo es temporal, es lo único que nos queda. La vida fue diseñada para sufrir y disfrutar, y desafortunadamente no podemos escoger cuándo nos toca llorar o reír, pero el dolor es tan constante como los cólicos menstruales, y la felicidad se manifiesta en lo inesperado, como escuchar tu canción favorita de camino al trabajo; solo hay que prestar atención. A veces nuestros «achaques» no se manifiestan físicamente y deciden torturarnos mentalmente. Justo hoy me la pasé catastrofizando un escenario en particular con el que estoy lidiando en mi vida profesional, y a penas hace una hora que capté: las probabilidades de que todo salga bien ganan en cada argumento lógico–y si por alguna razón no es así, es bueno recordar que no hemos atravesado por ningún problema que no haya tenido solución, y es muy improbable que empecemos hoy. Los achaques de la vida van y vienen; la perseverancia es la única constancia, lo único que trae balance y estabilidad a nuestras vidas. No hay que darle tanto poder a los temporales achaques de la vida–ni te voltees para saludarlos, y quizás ni los notarás.

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